Estaba conversando con mi amigo, quien recientemente había sufrido una cruenta decepción amorosa, y comentó un par de cosas que llamaron mi atención.
Me refirió una conversación que habían tenido una semana antes de que ella finalmente le expresara su deseo de terminar la relación que estaban cultivando. En ella, la chica le hizo saber una inquietud que tenía, él la aclaró, y todo prosiguió con total normalidad.
En primera instancia esa conversación le había parecido excelente, incluso, al percibir el interés de su parte en tratar ese tema sentía que sus esperanzas de poder llegar a consolidar algo con ella se avivaban.
Lo curioso es que unos 10 días después de haber tenido aquella plática, y luego de que ella le cortara las alas, él volvió a leer los mensajes y ahora los percibió totalmente diferente.
Ahora veía en cada uno de sus mensajes la sugerencia de que, en realidad, ella no quería seguir adelante. Veía claramente su inseguridad, sus dudas, y la inocencia de él al responder con las mejores intenciones.
Tenía un nuevo paradigma para interpretar todas las frases, gestos, emoticones, silencios, que antes le habían señalado en otra dirección, y ¡hasta habían sido motivo de alegría!
Lo que me recuerda las impresiones que recibimos después de leer un libro o ver una película por segunda vez; y captamos el sentido de muchos detalles que en primer momento habíamos pasado por alto.
También puede suceder algo similar al intentar entender cómo realizar un ejercicio matemático por tu cuenta, y el cambio que se produce cuando el profesor te revela una clave importante que abre todo el procedimiento delante de ti.
El punto es: algo sucede, algo se descubre, algo se entiende, que cambia nuestra perspectiva anterior de las cosas.
Cuando Jesús vino a este mundo, y dijo lo que dijo, e hizo lo que hizo, cambió la perspectiva que teníamos de la historia y de la Biblia. Cuando dijo de las Escrituras del AT “Ellas son las que testifican de mí” (Juan 5:39), alteró por completo nuestra visión de las mismas.
Entonces los discípulos comenzaron a encontrar a Jesús en cada página del AT; revelado en símbolos, en eventos de las vidas de las personas, en profecías, en versículos puntuales, incluso él mismo haciéndose presente.
Uno de esos pasajes que cobró renovada importancia fue el Salmo 31. Porque Jesús, estando agonizando en la cruz se identificó con las palabras del verso 5:
“En tu mano encomiendo mi espíritu”.
Salmo 31
Eso confiere a este Salmo un alto grado de importancia del cual quizás no gozaría de no haber estado en los labios del Señor Jesús. Pues, cuando él pronuncia las palabras del verso 5 no solo está usando el lenguaje del Salmo, sino que nos está indicando que debiéramos releer su experiencia más próxima a la muerte con el Salmo 31 en mente.
Es decir, con su cita del Salmo, al igual que como sucede con el Salmo 22:1 (que además, existen muchos paralelos verbales entre ambos), Jesús nos está diciendo: “Al leer el Salmo 31 pueden entender algo de lo que yo estoy pasando; algo de lo que ruge en mi corazón en estos momentos”.
Pero no solamente Jesús ve el Salmo y dice: “Así me encuentro yo”; sino que su cita de él le confiere un valor mesiánico. Y nos sugiere que de alguna manera, el Salmo fue escrito también visualizando en mirada profética al cordero sufriente de Dios.
Así que el Salmo estuvo en la cruz, pero también la cruz estuvo en el Salmo.
El carácter de este Salmo es bastante impetuoso, es intenso. Habla a Dios en segunda persona, cambia a tercera, vuelve a segunda… expresa sus peticiones, confiesa, reflexiona, pronuncia tradiciones, rememora experiencias anteriores, se cita a sí mismo, pide liberación y condenación para los malos, describe a Dios, interpola a los “santos”, en fin… sus 24 versículos se caracterizan por una alta densidad de experiencias.
Esta irregularidad nos obliga a catalogar al Salmo dentro del género de la súplica; siendo la única que podría reunir toda la amplitud de expresiones contenidas aquí.
La estructura del Salmo podría ser microdividida en 9 estrofas de 2 o 3 versículos, disposición mayormente regular; sin embargo, nos inclinamos más por una división en 4 movimientos principales:
- La oración se caracteriza por una confianza serena en el Señor, con algunos vestigios de angustia que derivan en los imperativos de ruego por parte del salmista. También se refugia en el recuerdo de sus experiencias pasadas, donde destaca la intervención divina (vv. 1-8).
- El salmista describe su grave situación de angustia, enfermedad, culpa, y conspiración que atenta contra su vida (vv. 9-13).
- En medio de ella el salmista refulge con una expresión de confianza en el Señor, encomendando su vida y su causa al Señor para que le salve, y vuelva su vergüenza sobre sus enemigos (vv. 14-18).
- Por último, después de haber pasado la tormenta, el salmista alaba al Señor, exalta su bondad y misericordia, y cierra el Salmo con una arenga a los “santos” de Jehová (vv. 19-24).
Explicación del texto
Oración y confianza. Es sorprendente la semejanza entre los tres primeros versículos de este Salmo y los del Salmo 71: confianza en Jehová, jamás avergonzado, líbrame en tu justicia, inclina tu oído, roca, refugio, salvación.
El verso uno también pareciera inspirar su petición en Salmos 22:5: “Si los que confían en Jehová no han sido avergonzados, entonces yo confío en él”. En los Salmos hablar de “vergüenza” es hablar de derrota.
Los versos 1-4 concuerdan con el perfil de oración que hemos estudiado hasta ahora en los Salmos de súplica. El salmista afirma su plena confianza en Jehová, su único refugio, y pide a Dios que le libre de la derrota y la vergüenza.
Con su clamor “¡líbrame en tu justicia!” (v. 1) el salmista introduce un vocabulario judicial que aparecerá en diversas formas a lo largo del Salmo. Especialmente en los versos 17 y 18, de los cuales se infiere que la conspiración en contra del salmista reclama su condenación, pero el salmista pide al Juez su justa absolución, ¡y que el castigo se aplique a la inversa!
Es común hallar en los Salmos estas referencias a la “justicia” de Dios, pues los escritores bíblicos están convencidos de que ésta se halla de su lado. La reclaman porque confían en que, al analizar el caso, el Juez dictará sentencia a su favor.
Esta justicia “amiga” de los fieles de Dios es un asunto que a los cristianos les ha sido difícil entender. Ellos piensan que la justicia de Dios les condena, y preferirían evitarla lo más que puedan. Cuando los orantes de la Biblia claman por ella.
Aunque la justicia de Dios condena al pecador, en su gracia Dios no nos da lo que merecemos. Trata como hijos a aquellos que creen y confían; y por esa razón toda demanda de justicia jamás estará en contra de sus hijos, sino a su favor.
En virtud de nuestra restaurada relación con el Dios del cielo podemos decirle como la viuda: “hazme justicia de mi adversario” (Lucas 18:3), “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos que claman a él de día y de noche?” (v. 7).
Tenemos la bendita seguridad de que, lleno de amor y misericordia, Dios inclina su oído a nosotros. Por eso podemos pedirle con confianza “líbrame pronto. ¡Sé tú mi roca fuerte y la fortaleza para salvarme!” (v. 2).
Es evidente que la “confianza” es la clave de la primera sección, como se observa en las dos menciones estratégicas en los versos 1 y 6. El salmista no confía en que Dios sea otra cosa diferente de lo que él ha sido siempre, pues en el verso 3 afirma “Tú eres mi roca y mi castillo”.
Algo semejante a decir: «Confío en que harás lo que sabes hacer». Ya hemos hablado en otras oportunidades de la importancia de estos títulos, como “roca” y “castillo”, en la manera como son usados por los escritores bíblicos para referirse a Dios [ver ¿Cuáles son los nombres de Dios? Y Explicación del Salmo 18 los primeros 3 versículos].
La certeza del salmista de ser guiado y encaminado por el Señor en medio de los peligros de esta vida, descansa sobre la reputación y el honor del “nombre” de Dios (ver Salmos 23:3, 25:11).
Entendemos esta frase como aludiendo a la fidelidad de Dios al compromiso efectuado con cada hijo suyo en virtud de su pacto de gracia. Está consciente que Dios no fallará a su palabra, cumplirá su promesa, porque es plenamente fiel.
La petición anterior confiere todavía mayor sentido a la del verso 4. Dios como quien guía o encamina, librará al salmista de la peligro de la red. En Salmos 9:15 y 25:15 aparece también esta figura, que representa las trampas o acusaciones de aquellos que buscan su mal.
Entonces el verso 5 es testigo de una hermosa oración de confianza y dependencia. El salmista dice a Dios “En tu mano encomiendo mi espíritu”.
El espíritu representa la vida de la persona, o el aliento vital que Dios imparte para dar vida. Al morir, este aliento regresa a Dios (Eclesiastés 12:7), y de ninguna manera puede ser considerado una entidad consciente (Salmos 146:4).
Por eso esta oración es una expresión de completa entrega y dependencia de Dios. Lo que el salmista está queriendo decir es que encomienda su vida y su futuro en las manos del Señor, creyendo firmemente que Dios hará lo mejor para él. Le sanará, le librará, y le hará andar por sendas de justicia.
Así como ha hablado de roca, de refugio, de salvación, de guía, así también manifiesta su plena confianza en Dios como fiel guardador de su “depósito” (2 Timoteo 1:12). Por eso le fía su vida, presente y eterna. Oración tan significativa que sería emulada después por Jesús (Lucas 23:46), Esteban (Hechos 7:59), y otros como Juan Hus y Martín Lutero.
Luego la declaración “tú me has redimido” marca la transición al siguiente momento, donde el salmista estará relatando sus testimonios de fe y liberación. Esta frase en sí misma se presenta como un testimonio, y a la vez como una garantía prometida para el futuro.
Ya en Salmos 16:2 habíamos comentado de la aversión que experimenta el leal siervo de Dios hacia aquellos que ponen su fe en los ídolos; y que esto es totalmente razonable desde el punto de vista de la experiencia interior del adorador.
Hoy en día se habla mucho de tolerancia. Pero es imposible para quien ama a Dios, conversa con él cada día y ve sus milagros, poder congraciarse con aquellos que consagran su vida a una imagen, a un ídolo.
Pero puesto que el rechazo del salmista es más bien interior o mental, no estamos hablando de intolerancia, sino de consciencia.
Él habla de “ídolos vanos”. Usualmente en la Biblia se relaciona a la idolatría con algo vano, en el sentido de inútil, estéril [ver La vanidad en la Biblia]. Suponemos que a la misma idolatría se refiere el salmista cuando menciona “el que no ha elevado su alma a cosas vanas” como requisito de liturgia de admisión en Salmos 24:4.
En lugar de colocar su fe en objetos como estos, en ídolos, en las cosas de este mundo, en el brazo de la carne, el salmista dice “mas yo en Jehová he esperado” (v. 6). Esperar en jehová en el tiempo de la aflicción se cambia en gozo y alegría al mostrarse su misericordia.
El poeta sabe que pronto se gozará en el favor divino. Dios ha visto sus aflicciones, ha conocido las angustias de su alma, y en el pasado nunca ha permitido que caiga en manos de sus enemigos, sino que lo ha librado de los aprietos, colocando sus pies en “lugar espacioso” (Salmos 4:1).
De manera que la primera sección del Salmo culmina con la tónica de una esperanza confiada. El salmista ha orado a Dios, le ha confiado su caso esperando en él, y afirma sin cavilación que pronto podrá gozarse en la misericordia divina.
El lamento y la angustia. Ahora el salmista nos habla de sus angustias. El cambio en la actitud del orante da pie para que Morgan divida al Salmo en diversas “estaciones del alma” [Comentario bíblico Beacon], que comienzan con el otoño (vv. 1-8), pasando por el invierno (vv. 9-13), la primavera (vv. 14-18) el verano (vv. 19-24).
Ciertamente las emociones del salmista en esta sección son invernales. El frío del dolor y la desesperanza. Podemos suponer que quizás intenta transmitir la realidad de la humana debilidad en algunos momentos de prueba.
Sus sufrimientos son acentuados, pide la misericordia divina. Confiesa sentirse angustiado (que es la palabra clave en esta sección) debido a la enfermedad, y la congoja que le acompaña (alma y cuerpo, v. 9).
Pero la enfermedad le ha conducido a una situación de intenso sufrimiento, que le hace sentir que la vida se le gasta en cada suspiro, y sus fuerzas se agotan hasta consumirse. En el verso 10 nos revela que todo esto pudiera ser motivo del pecado y la culpa.
Pero a la enfermedad se une el oprobio. Sus enemigos, sus vecinos, sus conocidos, todos lo han abandonado. Huyen de él, inclusive. Se han confabulado en su contra para escarnecerle. Ha quedado él olvidado como un muerto (Salmos 88:4-5), desechado como un vaso quebrado.
Y como si no fuesen suficientes su abandono y sus calumnias, ellos conspiran para quitarle la vida (v. 13); lo que le inspira gran temor.
Oración en medio de la angustia. Pero en medio de su angustiante situación, el salmista reitera su convicción inicial: “Mas yo en ti, Jehová, confío”. Cita sus propias palabras cuando ha orado a Dios enunciando su devoción a él y su completa dependencia.
Él ha dicho a Dios “En tu mano están mis tiempos” (v. 15). Y no es casualidad que en su mano también entregó su espíritu (v. 5). Esta palabra “tiempos” alude a algo similar: los acontecimientos, hechos de su vida, su destino. Dios es responsable de ellos porque el salmista así se los ha confiado.
Pide a Dios que haga resplandecer su rostro sobre él (v. 16, Números 6:25), que tal como comentamos con el Salmo 27:8, el “rostro” de Dios es un signo de su favor y su bondad. La luz es contraria a la oscuridad, y la disipa. Cuando Dios “hace resplandecer su rostro” sobre sus hijos, se refiere a que les envuelve en la luz de su misericordia. Interviene en favor de su causa.
Mencionamos en la primera sección que el salmista no solo pide liberación de la prueba. Sino que así como antes aquellos le han acusado y calumniado pidiendo su defección, ahora el salmista pide al juez que le declare inocente de toda culpa, y vuelva el castigo sobre aquellos que han querido su mal.
“No sea yo avergonzado, Jehová […], ¡sean avergonzados los impíos!” (v. 17). Y pide para ellos la pena capital: la muerte, representada por el silencio en el seol. Aunque ellos han hablado contra el “justo” cosas duras, sus labios serán cerrados para siempre. En esto radica el cumplimiento de la petición del verso 1 “líbrame en tu justicia”.
Así que en medio de su aflicción el salmista se eleva nuevamente a Dios y le pide resplandezca su favor divino, le libere de sus enemigos, de sus angustias, y vuelva su perjuicio sobre la cabeza de aquellos que tramaron su caída.
Victoria y alabanza. Llegamos a la estación del verano, donde la luz de la esperanza ha vuelto a triunfar sobre el frío invernal de la enfermedad y el abandono.
Dios ha escuchado la oración de su siervo, y ahora éste exclama gozoso “¡Cuán grande es tu bondad!” (v. 19). Esta bondad no se entiende únicamente como una experiencia personal, sino que alcanza a todos los que le temen, a los que esperan en él (Isaías 64:4).
Podríamos decir que el salmista ha podido comprobar la declaración de Salmos 34:8.
Y además, ¡a la vista de todos los hombres! Especialmente, delante de aquellos que antes lo habían considerado como herido de Dios y abatido.
En el verso 20 alaba a Dios porque él mismo, en su presencia, esconde y protege a sus hijos de aquellos que conspiran contra ellos y los acusan con lenguas contenciosas. ¿Qué mejor refugio?
Aunque él en su apuro llegó a pensar que era excluido de delante de los ojos de Dios, el Señor escuchó sus ruegos, respondió a sus oraciones, hizo “maravillosa su misericordia” para con él, y ahora el salmista declara “Bendito sea Jehová” (vv. 21-22).
Todo desemboca en una exhortación. “Amad a Jehová, vosotros sus santos; a los fieles guarda Jehová (Salmos 34:9-10)” (v. 23). Pero también retribuye conforme a sus obras, al que procede con soberbia.
“Amar a Jehová es una gran decisión” ‒les dice‒ “miren lo que lo que a mí me ha sucedido”. Dios guarda a los suyos, y da el pago a los impíos.
Por esa razón, aunque estéis en tribulación, “esforzaos todos vosotros los que esperáis en Jehová, y tome aliento vuestro corazón” (v. 24, 27:14).
Confiar en Dios requiere esfuerzo, valor, paciencia y determinación. En el invierno se hace cuesta arriba. Pero voy a compartir contigo mi secreto:
Encomienda tu vida en manos del Señor, entrégale tus tiempos, y cree. El mismo Dios que creó el invierno, ¿crees que no hará llegar también la primavera y el verano?