Cuando le comenté a una amiga que escribiría sobre el Salmo 73, me comentó:
«Miguel, me gusta mucho ese salmo. Hubo un tiempo en mi vida dónde yo llegué a pensar como el salmista. Percibía tanta injusticia a mi alrededor que nos causaba daño a nosotros, hijos de Dios, y sin embargo quedaba impune. Prosperaba. Fue muy doloroso para mí».
Me causó bastante intriga, así que indagué un poco más.
Ella me cuenta que cuando sus padres se trasladaron de Maracaibo al municipio Mara, compraron una casa en una zona llamada Las Cabimas. Rápidamente se hizo evidente que las vecinas que vivían diagonal a ellos no estaban para nada agradadas de que se hubiesen mudado allí.
Cuando la mamá de mi amiga pasaba frente a su casa, ellas le gritaban vulgaridades. La detestaban. Le cortaron la toma de agua en varias ocasiones, pusieron en su contra a algunas otras vecinas, y no cesaron de vilipendiarla durante varios años.
Jamás hubo pleito alguno o discusión entre ambas familias que detonase algún problema, así que, ¿por qué tanto odio? Parece que el sólo hecho de ser cristianos, y de actuar cómo actuaban, les había granjeado su desprecio.
Con el tiempo fueron entendiendo por qué. Ellas eran las espiritistas por excelencia del Moján, esposas de guardias contrabandistas. Eran mujeres crueles. A quien querían hacerle daño, se lo hacían sin remordimiento. En una ocasión un muchacho del barrio discutió con ellas y a la semana apareció muerto.
El conflicto en la mente de mi amiga era porque a pesar de todo el daño que causaban, sus hábitos nocivos y grotescos, y las prácticas satánicas que ejercían, ellas no paraban de enriquecerse. Todo les iba bien.
Mi amiga me dice que por un tiempo no entendía cómo es que el Señor permitía que esas “arpías” les hiciesen mal, les tratasen con tanta crueldad, y aún prosperaran.
¿Has pasado por esa experiencia? En mayor o menor medida, creo que todos nos hemos cruzado con esa inquietud. «¿Por qué ellos, tan rebeldes, viven mejor que yo, que te sirvo con el corazón?».
Salir a la calle es ver en acción el punzante dilema de la retribución. Dilema que ocasionó un durísimo conflicto al autor del salmo 73.
El salmo 73
Me gustaría recomendar al lector que en primer lugar lea el salmo detenidamente. Nota y familiarízate con las expresiones del autor, escudriña las emociones que impregnan sus palabras desde el principio hasta el final, identifícate con su perplejidad, y hazla tuya también.
Tras este ejercicio, concluimos al menos 3 cosas: 1) es evidente que la composición ante la cual nos encontramos es uno de los escritos más sinceros y transparentes de las escrituras; y la franqueza con que el autor aborda su dilema nos ayuda todavía más a hallarnos a nosotros mismos en él.
2) La aparente injusticia de la vida ha sido un problema para los fieles desde siempre y lo seguirá siendo hasta el fin. No nos enfrentamos ahora con algo nuevo. 3) Cuestionarnos un poco las cosas a veces puede conducirnos a respuestas que profundizarán más nuestra experiencia de fe.
Nota: la simple lectura de este salmo no nos llevará a su estado resultante. Para superar el dilema de la retribución, necesitamos recorrer el mismo camino que su autor caminó. ¿Cómo sería esto? Ante todo, abandonar cualquier autosugestión que solapa las inquietudes y luchas de nuestro corazón, y presentarlas a Dios con humildad para que las disipe.
En este sentido, el género del salmo puede ser asociado con una meditación. No fue compuesto para la adoración o la liturgia, sino que está indivisiblemente ligado a la devoción personal. El salmista cuestiona en silencio lo que cree y lo que hace debido a lo que ve, y prosigue cargando ese yugo hasta que Dios le revela una solución que sana la llaga de sus dudas.
Aunque fue escrito inspirado en un esquema de meditación, su tema es sapiencial. Puede ser estudiado a la par del salmo 37, el libro de Job, Proverbios y Eclesiastés, pues todos ellos giran alrededor, ya sea en su totalidad o en parte, del absorbente tema de la retribución.
Pero mientras que la solución del salmo 37 fluye en la misma línea simplista de la sabiduría de los proverbios, y Eclesiastés camina por la frontera del cinismo, el salmo 73 avanza juntamente con la lucha encarnizada del libro de Job, añadiendo a éste una cosmovisión eternal menos disimulada.
Estructuramos el salmo en una introducción temática (v. 1), un cuerpo dividido en cuatro secciones que describen: el conflicto del salmista debido a la prosperidad del impío (vv. 2-12) en contraste con su propia condición (vv. 13-16), el final del impío (vv. 17-20) en contraste con su propio final (vv. 21-26). Luego la conclusión (vv. 27-28).
El uso de los pronombres en cada una de las secciones revela el progreso del salmista del recio cuestionamiento a la serenidad de la fe que se goza en Dios de su presente y futuro.
La primera sección se aboca por completo a “ellos”, los impíos, desde la perspectiva del “yo”; y la segunda es introspección pura con una pequeña mención a Dios en segunda persona (v. 15).
El verso 17 marca el punto de quiebre y la meditación se torna en un activo diálogo con Dios en segunda persona. En la tercera sección conversa con Dios acerca del futuro de “ellos”; y en la cuarta reina una profunda y nueva intimidad del salmista con el Señor.
También el análisis formal del salmo deja ver una elaboración muy tempestiva que se hace eco del raudal de emociones que el salmista vive. La primera y tercera sección son muy similares y ambas regulares en la métrica y tiempos verbales, mientras que la segunda y la cuarta son muy irregulares. No es extraña la diferencia cuando notamos el paralelo temático enfocado en la realidad de su propia experiencia.
A su vez, la estructura muestra inclusiones y contrastes que no son muy visibles en las traducciones españolas. Mencionaremos algunos en el estudio del texto.
Una palabra más: lo más interesante de este salmo es la derrota de la sabiduría. Es decir, lo sapiencial que caracteriza el desarrollo temático al final debe ceder debido a su fracaso en brindar respuestas adecuadas que satisfagan al salmista (vv. 16, 22).
Por ello su aporte a toda la discusión sapiencial del AT es contundente. La solución que satisface el alma no se halla en un simple análisis de causa y efecto (los amigos de Job, Salmo 37 y Proverbios), ni en la conclusión de que nada tiene sentido (Eclesiastés), sino más bien en la contemplación de Dios. En ese momento, todo cobra sentido.
Explicación del texto
Dios es bueno. La partícula ak, traducida “ciertamente” o “verdaderamente”, da inicio al salmo, y nos ayuda a identificar el comienzo de al menos dos secciones más (vv. 13, 18).
La mayoría de los comentarios señalan que el verso uno abre el salmo con un anticipo de la conclusión a la que llegó al final de su escabroso peregrinaje. Sin embargo, sigo a Schokel [Salmos 73-150, p. 15] cuando identifica este pasaje como un anuncio temático de su meditación, presentando como introducción una sentencia tradicional, para ser dilucidada.
Que Dios es bueno con los limpios de corazón a la vez que castiga a los impíos por su maldad es el lema de la noción sapiencial tradicional acerca de la retribución. Pero aceptar esta sentencia como cierta, es lo que lleva al salmista a cuestionarse su misma fe.
La pregunta que podemos hacerle nosotros a este aforismo es: ¿De qué manera Dios es bueno con “Los limpios”? A la luz de lo que sigue está claro que cuando el salmista presenta esta frase no está pensando en términos de eternidad; sino más bien en prosperidad, paz y bienestar terrenales.
Al verlo desde ese punto de vista (tal como era entendido en su época), el salmista choca con una realidad que mayormente parece estar en total oposición al contenido mismo de la sentencia.
En su meditación se topa con la “mancha negra” que una vez comentamos al hablar de ¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena?; y piensa: «si realmente “Dios es bueno con los limpios de corazón”, entonces, o entendemos la “bondad” en forma diferente, o quiénes son a sus ojos “limpios de corazón”».
Al final, acaba por dudar de la veracidad de la frase misma. En pocas palabras, el salmista está poniendo en tela de juicio la sentencia del verso 1.
Por eso la partícula adversativa con que inicia el verso dos: En cuanto a mí. Al contemplar la prosperidad de los impíos, sus pies casi se deslizaron, ¡por poco resbalaron! ‒Imagen que tiene que ver con desviarse de la senda de la justicia y la fe (Salmos 17:5, 44:18)‒, y por momentos deseó ser como ellos (contrario al mandato de Proverbios 3:31, 23:17, 24:1, 19).
¿Y por qué? Bueno, la verdad es que tuvo envidia. El bien y la paz parecían estar de su lado, ¡no había vestigios de castigo! Cosa contraria a lo que él pensaba que debía suceder.
¿No has sentido tú esa inquietud?
En lugar de simplemente desechar ese pensar, el salmista se ensancha en describir con detalle la condición de bonanza de los infieles (muy similar a Job 21:7-16). La palabra “impíos”, rasha, se utiliza en el verso 3 y en el verso 12 formando una inclusión que delimita la descripción del autor.
Ellos no viven atormentados o angustiados por la muerte (v. 4), no sufren bajo la carga del trabajo, la aflicción y el sufrimiento de los hombres (v. 5, Job 5:7), se jactan de su soberbia y orgullo como se luce un collar (Proverbios 1:9), y la violencia es el material principal de su carácter, pan de cada día para ellos (v. 6, Salmos 109:18).
Se burlan, hablan con osadía y no temen hacer maldad (v. 8), blasfeman del cielo y barren la tierra con presunción, como si estuviesen en el centro del universo (v. 9, ver Salmos 115:16). Sin embargo, son tan gordos ‒sinónimo de abundancia‒ que los ojos se les salen, y todo cuanto desean lo consiguen (v. 7).
¡Qué cuadro más desesperante de la prosperidad de seres cuya meta en la vida es desafiar a Dios y romper con sus principios! Para colmo menosprecian a Dios, lo tildan de tonto (v. 11, Salmos 10:11), pero continúan enriqueciendo sin ninguna preocupación.
Con un panorama como este, no sorprende que al volverse a su sentir personal, el salmista se queje de que todo su empeño en limpiar su corazón y lavar sus manos ha sido un trabajo sin sentido. Estas acciones se refieren a purificar los pensamientos, intenciones y la conducta (Salmos 26:6, Proverbios 20:9).
Esta queja es similar a la de Malaquías 3:14-15. ¿Para qué esforzarse en obedecer cuando los desobedientes viven tranquilos y felices?
Como si fuera poco, mientras que los malos no pasan trabajo y sufrimiento (v. 5), el salmista ha sido “azotado todo el día y castigado” (v. 14). El único problema aquí no es que el impío prospere, ¡sino que además el fiel sufre! ¿Dónde quedó lo dicho en el verso 1?
Alcanza, entonces, el punto más álgido de su dilema: la tentación de dejar todo atrás y renunciar a la fe. Pero si así lo hiciera, y “traicionara” a la “generación de tus hijos [de Dios]” (v. 15, 24:6), entonces dejaría de tener parte en su pueblo y su herencia.
Ante este paso, el autor retrocede.
La meditación hasta ahora ha sido solamente un ejercicio muy doloroso. Mientras más piensa, más confundido se encuentra, y en lugar de hallar una respuesta sapiencial que resuelva finalmente todo el conflicto, se cruza con motivos que inclusive le impulsan a tirar la toalla y abandonar la fe.
Sus palabras son: “Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí” (v. 16). En la cuarta sección retrocede nuevamente a estos momentos y dice “Se llenó de amargura mi alma y en mi corazón sentía punzadas. Tan torpe era yo, que no entendía; ¡era como una bestia delante de ti!” (vv. 21-22).
Difícilmente puede exagerarse sus expresiones.
¿Qué haríamos nosotros ahora? Lo que vemos punza nuestra carne, y toda meditación parece vana e ineficaz. ¿Qué hacemos nosotros? ¿Qué consejo le daríamos?
Como último recurso, el salmista entra al santuario (v. 17). Y el “hasta que” nos previene que la solución está por llegar. Allí, en la presencia divina, el salmista abre sus ojos, como si despertase de un sueño, a una nueva perspectiva.
No sabemos qué sucedió en el santuario, lo que pudiéramos decir sobre eso es mera especulación. Pero lo cierto es que si en los versículos 1 al 16 Dios apenas sí se mencionaba, a partir de ahora domina toda su meditación.
En el santuario el salmista vuelve a conectarse con el cielo, rememora sus privilegios como hijo de Dios, entiende la magnitud y el destino final del pecado al observar el ceremonial, escucha la silenciosa voz de Dios que suaviza sus agudos cuestionamientos.
En el santuario, al contemplar y meditar en Dios, todo cobra sentido, asume su lugar. Y la relación que parecía deteriorada por el rencor y el resentimiento, una vez más descansa en completa armonía.
El salmista recuerda cuál es el fin de los impíos: su vida es como un deslizadero, caer en asolamiento, la muerte, perecer, ser consumidos de terror, su vida y su prosperidad es como un sueño, como un soplo, meramente una apariencia. ¿En eso quiere convertirse el que está llamado a servir a Dios por siempre y para siempre? ¡Creo que su situación no es envidiable!
El salmista sale vencedor de la crisis, y al disiparse la oscuridad mira la luz con renovada intensidad; contempla a Dios como su don más precioso, y su intimidad con él se acrecienta todavía más.
Así que en la cuarta sección testifica que por más dura que fue su experiencia, jamás abandonó a Dios, ni el Supremo le soltó la mano (v. 23). En su lugar, con su consejo le guió a la resolución de todas sus dudas; fue su instrucción la que le volvió al camino y a la completa certeza de la fe (v. 24).
Ahora podía mirar mucho más allá y saber que, pese a los males de esta vida, al final “me recibirás en gloria”.
Me fascina el verso 25: “¿A quién tengo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”. Aunque su cuerpo pueda desfallecer, y humanamente se debilite y padezca, Dios será siempre la roca de su corazón y su mayor riqueza; su motivo de eterna alegría (v. 26).
La resolución del conflicto consistió en que, contemplando a Dios en la quietud, el salmista consigue reubicar en su respectivo orden las prioridades de la vida. Entiende y aprecia lo terrenal a la luz de lo sempiterno, y lo visible a la luz de lo invisible.
Sólo así, comprende que el impío perderá su alma (Lucas 12:20), mientras que el fiel vivirá junto a Dios para siempre.
Al final, la conclusión del salmo retoma los aprendizajes de su experiencia: Todos los que se alejan y se apartan de Dios perecerán (v. 27), pero en cuanto a mí (¿te acuerdas?) “el acercarme a Dios es el bien”.
La palabra “bien”, tob, forma la inclusión mayor del salmo con el verso 1. El salmista entendió cuál era el sentido del “bien” del primer verso; no siempre será visible en la dimensión terrenal, pero es permanente en la espiritual.
Ahora a sus ojos el “bien” de los impíos ya no tiene ningún valor. En cuanto a él, acercarse a Dios es el bien verdadero; el que anhela todo su ser.