explicación del salmo 8

Tengo una teoría. Pero antes de plantearla he de mencionar que su elaboración no ha seguido un proceso científico, y la conjetura se deriva meramente de la observación. La teoría es esta: es más fácil ser poeta bajo un cielo estrellado. 

Si no estás de acuerdo conmigo, te invito a que hagas la prueba. Acuéstate bajo un cielo estrellado, y conversa con otra persona; verás que tus pensamientos casi se poetizan, y eres incluso capaz de reflexionar profundamente acerca de cosas que antes no habías pensado. ¡Es realmente curioso!

Piénsalo, ¿cuántas cosas no dice un cielo estrellado?

Recuerdo una ocasión en particular cuando, mientras visitaba a una gran amiga hace un par de años, ella tendió un mantel en la grama del patio de su casa, y se acostó a mirar el imponente cielo. Yo le seguí, claro. 

Allí estuve, mirando hacia la infinidad que existe fuera de nuestra atmósfera, alumbrada por diminutas estrellas a decenas y centenares de miles de años luz de distancia. Es imposible contener la fuente de los pensamientos. Dicho brevemente: es un panorama sobrecogedor. 

Por eso puedo entender a la perfección que el Salmo 8 a veces sea denominado “Cántico de una noche estrellada”, pues, además que el salmista claramente nos indica el elemento motivador que trajo a la existencia su composición en el verso 3, es sencillo leer las líneas del salmo e imaginarnos a David pronunciando esta oración, acostado sobre los montes de Judea, con una roca por almohada, mientras contemplaba la bóveda celeste en la oscuridad de la noche. 

Salmo 8

Nos tocó esperar hasta llegar al Salmo 8 para cruzarnos con el primer salmo de alabanza de la colección. 

Ya hemos comentado salmos didácticos-sapienciales, narrativos-mesiánicos, oraciones y súplicas apasionadas, declaraciones de confianza, y juramentos de inocencia, ¡mas ahora ya tenemos oportunidad de reposar de la tensión que se desprende de los anteriores!, y poder descansar en las dulces notas de la meditación de alabanza. 

Por otro lado, es también el primer salmo del salterio cuyo tema gira alrededor de la naturaleza como evidencia de la grandeza del carácter divino; esto junto a los salmos 19, 29, 104, etc. 

Estos dos elementos ‒alabanza y naturaleza‒ se unen para concebir un salmo donde Jehová es el protagonista principal, quien recibe la adoración y la alabanza, pero a través del ser humano. Es decir, en este Salmo en particular Dios es alabado desde la perspectiva personal de los ojos del hombre, debido a la comprensión de éste de su trato divino y su dignidad imputada.

El sobre escrito del Salmo adjudica su composición al “dulce cantor de Israel” (2 Samuel 23:1), David. No nos sorprende, debido a que casi todos los Salmos de la primera colección del libro son relacionados en su sobre escrito con el antiguo rey de Israel. 

Y, a decir verdad, no se halla nada en el Salmo que nos induzca a poner en tela de juicio la atribución tradicional de la autoría. En algún momento de su vida, ya fuese en su edad temprana como pastor de los rebaños de su padre en las montañas de Judea, o al final de sus años, en su edad madura, con una carrera por detrás como general y rey de Israel, David fue inspirado a meditar en la majestad de Dios, que le ha dado tanto valor y estima al ser humano.

En cuanto al término musical “Gittit” en el sobre escrito, que aparece también en los salmos 81 y 84, su significado es incierto; habiendo sido olvidado probablemente incluso antes de la elaboración de la LXX, pues ésta lo desconoce. 

Algunas de las propuestas acerca de lo que pudiera haber significado, evidentes al comparar distintas versiones de la Biblia, lo relacionan con la región de Gat (ya sea una melodía semejante a las que suenan en la región, proveniente de allí o acompañada con un instrumento musical propio de la localidad), o con cánticos utilizados por los que vendimian las vides. 

Si hablamos de la estructura del Salmo, observamos que el texto comienza y termina con las mismas palabras, que constituyen la inclusión general del escrito: “¡Jehová Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra!” (vv. 1, 9). 

Por cierto, una inclusión es una frase temática que se ubica estratégicamente para delimitar una porción bíblica específica, y a la vez conferir sentido a la sección en general.

La presencia de esta inclusión nos libra de la tentación de malinterpretar la sustancia básica del salmo: este no es un escrito humanista o antropocéntrico ni mucho menos, es una declaración de la grandeza de Dios. 

De hecho, esta sustancia básica puede observarse a lo largo del escrito, donde Dios es sin duda el protagonista destacado, que revela su poderío y bondad al crear los cielos, la tierra, las estrellas, poniendo su gloria por encima de ellos, haciendo callar a sus enemigos, y que sin embargo ha engrandecido y llenado de honor y estima al ser humano, su creación.

En este sentido, la partícula hebrea mah (interrogativa ¿qué? ¿Cuán? Etc..) determina la estructura del escrito, puesto que aparece en la inclusión (“Cuán grande es tu nombre”), y también en la pregunta del verso 4: ¿Qué es el hombre?

Esto nos indica que la pregunta de este verso es la que domina todo el salmo; es la pregunta que el salmista se plantea en su reflexión nocturna. ¿Qué puede decirse del hombre comparado con un Dios tan grande? Y sin embargo, ¿cómo es que ese Dios grande le ha dado valor a un hombre tan pequeño?

Esas son las preguntas que cruzan la mente del salmista mientras contempla los cielos tachonados de estrellas. 

Solo en un momento de meditación así, nos cuestionamos hasta llegar a la misma conclusión del salmista: el hombre es nada por naturaleza, pero a la vez lo es todo, por voluntad de Dios. 

Explicación del texto

Verso 1.

Una idea encumbrada apertura, cierra y domina todo el pensamiento del salmo: “Jehová, Dios nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra” (vv. 1, 9). Destaco dos aspectos de esta idea solemne: el posesivo, y la superioridad.

Una de las primeras experiencias que llegan a cambiar la manera como vivimos la vida, y como enfrentamos la vida cristiana, es el momento en el cual dejamos de considerar a Jehová como el Dios del universo, y lo empezamos a considerar “nuestro Dios”; “tu Dios”, “mi Dios”. 

Y es esta misma experiencia la que le confiere verdadero valor y magnitud ‒delante de nuestros ojos‒ al hecho de que Jehová sea el Dios del universo. Pero ese posesivo lo cambia todo. Jehová, el Dios cuyo nombre se extiende en grandeza por toda la tierra, es también mi Señor. ¡No sirvo a otro más que a aquel que no puede ser superado!

Por supuesto, para un hijo de Israel este posesivo cobra un significado más profundo. Y es que, Dios había elegido a Israel como su tesoro especial de entre las naciones. Ellos serían su pueblo y él sería su Dios. 

David podía llamar a Dios “Señor nuestro” en virtud del pacto divino, la elección. Dios era, ciertamente, el Dios y el protector de Israel. 

Esto, sin embargo, no le resta significado a la decisión que nosotros debemos tomar diariamente de hacer a Dios y a Jesús “nuestros”. Por la fe, llegamos a ser suyos. Por la fe, ellos llegan a ser nuestros. 

Hemos de acotar también que Jehová es el “señor”, no es el siervo. A veces nos dejamos llevar por la peligrosa tendencia de pensar que Dios es el siervo, y nosotros los señores. 

Evidentemente, al leer esas palabras todos decimos: «¿Cómo va a ser? ¿Quién podrá carecer de tanta cordura como para pensar de esa manera?»

Pero cada vez que ponemos nuestra voluntad por encima de la suya, cada vez que le reclamamos o nos frustramos porque no contesta una oración, cada vez que suceden cosas malas y juzgamos sus propósitos, cada oportunidad en la cual decimos con nuestras acciones: «no te necesito», estamos colocando a Dios como el siervo, y a nosotros como los señores. 

Jehová puede ser nuestro Dios, sí, eso es una preciosa verdad, pero jamás hemos de confundirlo con un siervo. Él es el Señor, y nosotros sus servidores. 

En segundo lugar está el aspecto de la superioridad. Sabemos que en la Biblia el “nombre” a veces representa mucho más que el solo título designativo de una persona; llegando a representar la reputación, y por ende, la suma de la esencia del carácter del individuo. 

Así, cuando la Biblia dice “No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano”, no se refiere únicamente a usar livianamente su nombre, sino a faltarle el respeto a su persona, pues el nombre llega a ser sinónimo de todo cuanto la persona es. 

Por ende, el salmista está afirmando que la reputación, la gloria del ser de Dios, no solo abarca toda la tierra, sino que habla de una grandeza que no puede ser igualada por el nombre, ni por nadie, ni lo será jamás. 

Además de esto, aunque el posesivo “señor nuestro” hace alusión a la elección de Israel por parte de Dios como pueblo suyo, cuando el salmista afirma que el nombre de Jehová es muy grande “en toda la tierra” está diciendo que la superioridad de Dios no se limita a una nación, sino que más allá de eso, Jehová es Dios en todas las naciones. 

En realidad, esta frase al comienzo y al final del salmo nos sumerge a entender la contemplación de la majestad divina desde la perspectiva de un pequeño ser humano, que muy poco es ‒muy, muy poco‒ cuando se mira a sí mismo en comparación con el ser divino. ¡Su nombre es demasiado grande!

Verso 2.

La traducción de este pasaje no es nada sencilla, especialmente por influencia de la lectura que hace de él la LXX, que a su vez son las palabras citadas por Jesús en Mateo 21:16.

Pero ya sea que el texto diga “De la boca de los niños y de los que maman fundaste la fortaleza (/perfeccionaste la alabanza) a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo”, el mensaje del pasaje no se halla en entredicho. 

De hecho, numerosos autores concuerdan en que el argumento de este texto es la base del Salmo en general. Es la pieza clave de la composición. 

Pues, si reducimos el todo a sus partes más básicas, sobresalen tres personajes: Dios, los niños, y los enemigos vengativos. Y las acciones descritas se resumen en: Dios hace callar a los ávidos enemigos con instrumentos tan débiles y humildes como los infantes que aún maman.

Por ello, resalta el poder de Dios, su grandeza, que puede perfeccionar la alabanza o fundar la fortaleza, o hacer cualquier cosa, con los instrumentos más humildes. Pues no son ellos, es el poder de aquel cuyo nombre es inmensamente grande en toda la tierra.

Así que este texto revela el poder y la grandeza de Dios, que ya habían sido anticipados en el verso 1; mas introduce un elemento adicional que se convierte en el argumento central del Salmo: la humildad. La majestad de Dios se revela más plenamente cuando exalta al humilde, y lo coloca en una posición honrosa.

¿Qué es un niño de pecho? Prácticamente nada. No es capaz de valerse por sí mismo. Y sin embargo, Dios puede usarlo como instrumento. ¡Ese es el poder de Jehová!

Lo que nos hace volver a la pregunta del inicio: ¿Qué es el hombre?

Antes de seguir, un paréntesis. ¿Dudas que puedas ser un instrumento en los planes de Dios? ¿Al ver tus escasos talentos te consideras incapaz de realizar algo valioso? Entonces recuerda: quizás tú no seas suficiente, pero Dios sí lo es. Y la suficiencia de Dios es tan grande, que completa la insuficiencia nuestra. 

El poder de Dios es de tan elevada magnitud, que el ser humano más humilde y miserable puede ser grande en él. Y, es más, a Dios le encanta hacer esto. “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a los fuertes” (1 Corintios 1:27).

Versos 3 y 4.

Volvemos a la escena nocturna. David está contemplando el firmamento, y exclama: “Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿qué es el hombre?”. 

Delante de un imponente e infinito cielo estrellado, de una sonora catarata, de un espléndido paraje montañoso, de un sinfín de animales de diferentes tamaños y colores, de la variedad de ecosistemas, del perfecto ciclo del agua, de le energía que se desprende en una tormenta, y de cuantas cosas nos hablan de la precisión y la perfección del Creador, solo queda preguntar: ¿qué somos nosotros?

¿Qué somos nosotros para que Dios se acuerde de nuestra existencia? Somos tan solo átomos en el vasto universo de Dios. Si nos vemos en extremo pequeños comparados con nuestro planeta y su belleza, ¡cuánto menos somos en medio de la cantidad de planetas, estrellas y galaxias de la cortina celeste!

Esta consideración se refuerza con el uso del término hebreo enosh para referirse al “hombre”, pues este vocablo resalta la condición del ser humano como un ser mortal, frágil, sujeto a la debilidad. 

Dios es tan inmenso, tan portentoso y lleno de gloria, que no parece lógico en  absoluto que el ser humano, mortal, débil, defectuoso, tonto, orgulloso y rebelde, reciba algo de su atención (cf. Salmos 144:3-4, Job 7:17-18).

Delante de él, comparativamente el hombre no es más que un infante, un niño que todavía mama. 

Y sin embargo, la pregunta no solo deja tácito que Dios se acuerda del hombre, que tiene de él memoria, sino que también lo visita; lo atiende, está pendiente de él, jamás lo deja solo. 

¿Tiene algo el hombre que lo haga tan valioso delante de Dios? No creo que tenga algo en sí mismo que le dé valor. No hay nada que podamos darle a Dios, que él ya no tenga. Entonces, a la pregunta “¿Qué es el hombre?”, la respuesta que encuentra el salmista es: nada. El hombre no es… nada.

Versos 5 al 8.

Pero lo más sorpresivo viene a continuación. El hombre que por naturaleza es nada, por voluntad de Dios lo es todo. Estos versículos describen la posición exaltada que Dios le ha otorgado al hombre, ¡de pura gracia!

Al contemplar los cielos el salmista se ve obligado a reconocer que el hombre es demasiado insignificante en comparación con la amplitud de la creación y la grandeza del Creador. Mas ‒el salmista rápidamente advierte‒ aunque en sí misma la humanidad no sea nada, Dios le ha dado valor. 

Ha hecho a los hombres un poco menores que elohim [para comprender a qué se refiere este término, véase nuestra explicación acerca de la corte celestial en Explicación del salmo 82], lo coronó de gloria y honra, lo hizo señorear sobre toda la obra de sus manos, y todo lo puso debajo de sus pies, ¡lo hizo corregente de la creación y plasmó su imagen divina en él! Por eso alguien ha dicho que estos versos del Salmo 8 constituyen el mejor comentario de Génesis 1.

Una serie de 4 verbos describen la manera cómo Dios ha elevado al hombre al pináculo de su obra creadora, convirtiéndolo en un administrador de sus dones para todas sus criaturas. Puesto que el hombre en sí mismo carecía de verdadero valor, Dios es quien actúa para conferírselo.

De la misma manera que un niño que aun mama puede ser útil en los planes del Todopoderoso, el hombre, insignificante, se convirtió en la pieza culminante de la creación por voluntad divina. 

Todo esto nos dice que nuestro valor personal no es innato, ni es tampoco algo que se pierda o se gane de acuerdo a nuestros logros y proezas; el valor de cada ser humano es una decisión divina. La voluntad divina es hacernos valiosos, y nadie nos podrá quitar eso jamás. 

Nuestra autoestima descansa sobre un sólido fundamento: el inalterable amor divino.

Ahora bien, aunque estas palabras del salmista son ciertísimas, posteriori a nuestra condición pecaminosa llegan a ser más perfectamente adaptables al hijo del hombre escatológico, al Mesías Rey. 

Por ello en 1 Corintios 15:27, Efesios 1:22 y Hebreos 2:6-9 este texto es aplicado a Jesús. Él es el más semejante a Dios, coronado de gloria y honra en su ascensión, quien está pronto a recibir el señorío del reino por la eternidad (Daniel 7:13-14). Cuando todo acabará de ser puesto bajo sus pies; hasta el último de sus enemigos. 

Él vino a devolverle al hombre lo que Satanás había usurpado. Y con ello, el valor y la estima personal. A través de Jesús, volvemos a ser herederos del reino, pues “si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:11-12).

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