Creo que nunca en mi vida había oído hablar tanto de medicina como en el último año. A raíz de la crisis de salud por causa del Covid-19 pareciera que cada vez más personas opinan como si fuesen expertas en vacunas, en sintomatologías, en tratamientos, en medicina natural, en bioseguridad, ¡y hasta en teorías de conspiración!
Eso es tan solo una evidencia del impacto tan tremendo que ha tenido esta pandemia en la vida y la historia humana. Y pienso que probablemente pasará mucho tiempo (si es que llegamos allí) para que esta eventualidad se extinga de nuestros temas de conversación.
Una característica consecuente del bombardeo social ha sido la frecuente aparición de pacientes que, debido al miedo, al temor de enfermarse o contagiar a su familia, su mente acaba originando los síntomas (lo que se denomina pacientes psicosomáticos).
Así que de alguna manera la enfermedad no solo ataca al sistema respiratorio con una inflamación generalizada, sino que también se ha instalado en la mente de la gente. También ha tenido poderosa influencia en lo social, al trastornar nuestras libertades de una u otra manera.
Sin embargo, por trascendente que ha sido el Covid, todavía no iguala (ni mal alguno igualará jamás) las repercusiones que tiene el virus del pecado en la vida humana. Pues éste, de hecho, abarca todos los demás.
Muchos de nosotros nos mostramos “asintomáticos”: estamos enfermos de pecado, pero no reparamos siquiera en sus síntomas y consecuencias. Pero algunos otros son conscientes de su condición, y por eso pueden apreciar claramente los síntomas, desde los más leves hasta los más graves.
Y algunos otros más han vivido los rigores de la enfermedad en carne propia; alcanzando a palpar las más oscuras profundidades de sus efectos.
Un paciente de este tipo ha plasmado su historia clínica en el Salmo 38. Allí relata la manera como el pecado se convierte fácilmente en un sepsis que contamina el cuerpo del hombre, su mente, su espíritu y sus relaciones.
Salmo 38
El Salmo 38 es el tercero de los “Salmos penitenciales”, clasificación que inmediatamente trae a nuestra mente la palabra “pecado”. Si se eleva una oración de penitencia o arrepentimiento es porque muy probablemente va antecedida de la manifestación de uno de tantos síntomas del virus “pecado” en el hombre.
Los anteriores son dos Salmos que ya hemos estudiado, 6 y 32. Cuando hacíamos el estudio preliminar del Salmo 6, mencionábamos que lo llamativo de ese Salmo penitencial es la ausencia de toda alusión directa a pecado, maldad, error, transgresión, o algo semejante.
Eso nos llevaba a cuestionar la posibilidad de considerarlo a ciencia cierta un Salmo penitencial. Sin embargo, no descartábamos la posibilidad.
Comparar el Salmo 6 con el Salmo 38 aclara un poco más el panorama, especialmente si los colocamos en algún tipo de relación histórica-temporal.
Puesto que ambos Salmos comparten tantos componentes similares (llámese la misma introducción, el sufrimiento físico y mental, el abandono, y el ataque de los enemigos), algunos autores han afirmado que ambos, junto a los Salmos 32 y 51 conforman el cuarteto de la experiencia penitencial de David.
El Salmo 6 sería el primero en orden lógico, seguido por el Salmo 38 al intensificarse aún más su sufrimiento, y con él el pedido de salvación; luego el Salmo 51, y finalmente el Salmo 32.
De manera que la colección nos revela el final de la historia inconclusa del Salmo 38: el pecador que llora al borde de la muerte (Salmo 6), y sufre enfermo, en el silencio y la soledad (Salmo 38), al fin es perdonado, limpiado y sanado (Salmos 51 y 32).
Pero Schokel cataloga al Salmo como una Oración del enfermo arrepentido. Porque éste cumple con un patrón frecuente en los Salmos de esta clase: pecado, enfermedad sufrida, sentida como un castigo divino, efectos sociales en amigos y enemigos, confesión del pecado y súplica de auxilio.
En ese proceso el salmista relata su historia clínica. Todo comenzó con el pecado, cuya consecuencia directa golpea la naturaleza espiritual del hombre. Pero el pecado ataca su cuerpo, lo enferma, el pecado atormenta su mente, llenándole de angustia y temor. El pecado aleja a sus semejantes, y atrae a sus enemigos. El pecado lo lleva al borde mismo de un colapso. Un fallo isquémico total.
Les presento, señoras y señores, a la peor de las enfermedades.
El Salmista se dirige 4 veces a Dios en el Salmo (vv. 1, 9, 15, 21-22); estas oraciones conforman el esqueleto de la estructura de la composición, que se basa en 3 movimientos.
En el primero (versos 1-8) el salmista describe la gravedad de sus sufrimientos.
En el segundo (vv. 9-14) el salmista manifiesta su paciente disposición en medio de la calamidad.
En el tercero (vv. 15-22) el salmista suplica a Dios por salvación con una breve alusión a la confesión del pecado.
Por último, el encabezado “para recordar” es paralelo al del Salmo 70, con quien también coincide en el pedido “apresúrate” en el último verso de cada uno. Es posible que tuvieran algún tipo de relación con la ofrenda “memorial” en el santuario (Levítico 2:2, 24:7); o hacen hincapié en el pedido de que Dios recuerde (es decir, actúe).
Explicación del texto
Versos 1 al 4. Como ya adelantamos, el verso 1 es prácticamente el mismo que apertura el Salmo 6: “Jehová, no me reprendas en tu furor ni me castigues en tu ira”.
Tal como dijéramos con respecto a aquel, la súplica inicial del Salmo reconoce el pecado cometido, y lo merecido de la reprensión o castigo, pero pide a Dios que no lo aplique con enojo (ver nuevamente Jeremías 10:24).
El salmista percibe que a Dios se le está “pasando la mano” con él, ¡así que debe estar verdaderamente molesto! Y por eso el castigo está siendo tan duro.
Pero lo que el salmista no sabe en su todavía limitada comprensión de Dios, es que nuestro Padre jamás castiga vengativamente, ni mucho menos lo hace con ira o furor. Los escritores del AT describen las acciones de Dios en términos humanos que no siempre son completamente aplicables, pues dan a entender matices que Dios no comparte.
Aun así, lo cierto es que el salmista siente las rigurosas consecuencias del pecado recayendo sobre él, y le pide a Dios que por favor suavice el castigo; que lo aplique, pero sin ira.
Como los antiguos veían a Dios como la causa activa de todo lo que sucedía, pues se decía que Dios era el causante de aquello que su soberanía permitía, el salmista atribuye a Dios el castigo por su pecado. [En el artículo Explicación del Salmo 82 explicamos más sobre la concepción del AT acerca del mal].
También el verso 2 es testimonio de esta cosmovisión, pues menciona que es la mano de Dios y las saetas de Dios las que han caído sobre él (Job 6:4, Salmos 32:4); ambas símbolos de castigo.
Pero no es Dios quien castiga al pecador; Dios permite que el pecador sufra las consecuencias que sus propios actos han acarreado. Cuando Dios disciplina o reprende (Apocalipsis 3:18) es por amor, para hacer volver de sus malos caminos al que ha errado.
Jamás envía él alguna enfermedad, aflicción, o crisis con intención de decir algo semejante a: “¿Fallaste? ¡Ahí te va esto entonces para que aprendas!”. Hubiese sido él el primero en lanzarle la pedrada a la mujer adúltera (ver Juan 8:2-11).
A partir del verso 3 el salmista expone sus padecimientos. Primeramente hace referencia en forma general a la dimensión física de la enfermedad (“nada hay sano en mi carne…ni hay paz en mis huesos”, 6:2), y a la dimensión mental (“mis maldades se acumulan sobre mi cabeza; como carga pesada me abruman”).
Es interesante que en las dos líneas del verso 3 se presenten dos causas diferentes para la enfermedad física: “tu ira” y “mi pecado”. El salmista entiende que el pecado es la causa directa de la desaprobación divina, el virus nocivo que separa al hombre de las bendiciones que el Señor anhela impartir.
El problema no es la ira divina, el problema es el pecado humano. Y aclaro que la ira divina no es cólera; es desaprobación, juicio moral. Pero es el pecado en sí el que trae el mal sobre el salmista. De hecho, la carga gravosa de la culpa es responsable de la aflicción mental de David, según el verso 4.
Todos nosotros hemos llevado esa pesada carga. El recuerdo de nuestras caídas y fracasos puede ser más doloroso que la aflicción física. Por eso a nuestros oídos es tan dulce la invitación de Cristo: “venid a mí todos los que estáis cargados y agobiados, que yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
Él nos ofrece el perdón bienaventurado que tiene el poder de sanar el alma, y también el cuerpo. Él quita de nosotros esa carga y la clava en la cruz. No más pecado, no más culpa, no más ira.
Versos 5 al 8. En los versos 5 al 8 el salmista se detiene a describir en lenguaje muy gráfico sus deplorables sufrimientos. Sus llagas hieden y supuran, camina encorvado, humillado, enlutado, sus lomos arden, su cuerpo está muy débil, gime desesperadamente por el dolor…
Los estudiosos coinciden en que la lista de males del salmista no es compatible con alguna patología diagnosticable, pero todo indica que se trata de una inflamación generalizada aunada a una enfermedad repugnante.
Debo decir que no me imagino estando en sus zapatos; y esa es la intención del salmista. Con una descripción como esa, está queriendo decir: ¿No crees que ya es suficiente, Dios? ¿Cuánto más he de soportar?
Pero a través del relato el salmista también está enviando un mensaje contundente al lector: Date cuenta de lo terrible que puede llegar a ser el pecado.
Así de tristes son sus efectos. Hace a los hijos de Dios parecer inmundicia, basura. ¡Y todavía falta! Aunque el propósito de las dos secciones siguientes sea distinto.
Versos 9 al 12. El verso 9 es el primer destello de luz en un panorama tan sombrío. El salmista, que ha planteado su pedido en el versículo uno, lo retoma con una actitud paciente, consciente de que Dios está al tanto de su arrepentimiento, y su necesidad de perdón y sanación.
Pese a sus sufrimientos, el salmista decide creer que como Dios conoce cabalmente sus deseos y suspiros, no hay razón para desconfiar de que la repuesta llegará; acompañada de salvación y perdón.
Esta declaración, junto a las de los versos 13 y 14, delimitan la segunda sección, y testifican de la actitud longánime del paciente frente a la prueba. En la primera, paciencia para esperar la respuesta divina. En la segunda, no se inmuta ni alterca contra sus enemigos; prefiere mantener su boca cerrada. Actuar como un sordomudo.
A las calumnias y las amenazas de sus enemigos, responde con silencio. No defiende su causa, la ha entregado al Señor.
Por supuesto, eso nos recuerda a nuestro Señor Jesús. Que durante las horas de su pasión, prefirió callar. “Como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció, no abrió su boca” (Isaías 53:7). Oró por los que lo azotaban, y ofreció amor y perdón hasta el último instante de su vida.
De la misma manera, nuestro Dios nos llama a afrontar las pruebas con paciencia, y voluntad santificada. El propósito de las tentaciones y pruebas que el enemigo nos coloca es procurar sacar a la luz lo peor de nosotros mismos; por esa razón, hemos de encomendar confiadamente nuestra causa al Señor, y enfrentar el oprobio con valor y paciencia.
Sin embargo, en medio de las declaraciones pacientes y confiadas, el salmista nos cuenta más de su dolor. Físicamente, parece que su frecuencia cardiaca está muy baja, acusa la disminución sus fuerzas y energías, y aún una especie de ceguera (Salmo 6:7).
A eso se unen el abandono de sus amigos cercanos, que huyen de su enfermedad (Salmos 31:11, 88:18), y sus enemigos que aprovechan la ocasión para añadir perplejidad y vituperios a su dolor.
Las pruebas son pruebas porque no son sencillas. Pero la promesa del Señor es proveer la fuerza y una salida, para que podamos permanecer firmes (1 Corintios 10:13, ver nuestro artículo ¿Es cierto que Dios nunca nos dará más de lo que podemos soportar?).
El pecado tiene consecuencias, pero Dios no nos abandona en medio de ellas.
Versos 15 al 22. La actitud inmutable del salmista ante sus detractores mientras padece el abandono y la persecución viene dada por su fe en la pronta intervención divina. Después de confiar su caso al Señor, tiene la certeza de que verá una resolución para sus angustias.
Si en la sección anterior se destaca la paciencia, en ésta se destaca la fe del salmista. No duda del Señor. Sus enemigos quieren burlarse de él y pisotearle cuando resbale, pero David prevé que el arrepentimiento será seguido de la bendición.
Aún a pesar de hallarse “a punto de caer”, y su dolor aguzarle “continuamente”, el salmista dice a Jehová que ha esperado en él, y le reitera su confianza en la respuesta que vendrá para sus oraciones.
Conoce por experiencia que Dios no es un Dios de ira. No es vengativo ni rencoroso. Es un Dios amplio en perdonar, y que aguarda pacientemente por el pecador, que se vuelva de su mal camino para sanar y bendecirle.
Por ese motivo cree en el perdón y en la salvación inmerecida que Dios le brindará al acordarse de su oración.
En el verso 18 el salmista reconoce su necesidad de confesar su pecado, y entristecerse por él (confesión que se describe en el Salmo 51); y entiende que esto precede al perdón y la liberación. La confesión es, a su vez, el bálsamo que aliviará el dolor que le aqueja continuamente.
Su confesión es sincera, completa, experimenta la dicha del verdadero arrepentimiento. No quiere solamente ser librado de las consecuencias del pecado, quiere ser salvado del pecado mismo. ¡Ser sanado de tan terrible enfermedad!
Finalmente el salmista expresa su asombro por la aparente tranquilidad y vitalidad de los enemigos que le aborrecen sin causa (vv. 19-20); solamente por él seguir lo bueno. Se alarma al ver que los que le aborrecen se multiplican.
Pero a esto contesta con su última súplica general de salvación, en los versos 21 y 22. Salvación de sus enemigos, salvación de la enfermedad, salvación del pecado.
Así, la prueba ha enseñado una importante lección de cara a su vida presente y eterna: Dios es el amparo del hombre (Salmos 22:11, 19), es su ayudador, es su salvación (Salmos 27:1).
Los padecimientos nos enseñan una lección que no hemos de olvidar en la bonanza, si realmente queremos disfrutar de una vida libre de las penas y aflicciones del pecado. Dios es el refugio eficaz, es el Salvador y guardador, él es la vacuna contra el pecado.
Es el único que puede librarnos, por su perdón y su poder, de las nefastas consecuencias de la transgresión.
Y antes que aparezcan los síntomas más graves, te aconsejo que te coloques la dosis. Con absoluta confianza, no tendrá efectos adversos.