Mi relación personal con el llanto es un tanto confusa. Y digo confusa porque en los momentos donde debiera (y quisiera) llorar, no lo logro; mas en ocasiones donde preferiría reservarme los sentimientos para mis adentros, ¡entonces sí se antojan de jugarme la mala broma!
Por ejemplo, hace poco atravesamos un momento muy duro con la familia debido al fallecimiento de mi abuela. Yo estaba realmente triste por su pérdida, pero por mucho que quise empatizar con los sentimientos de mi madre y mis tíos, no vertí ni una lágrima.
Y a menudo me he visto envuelto en ocasiones como esas.
Por otro lado, justo cuando preferiría que las lágrimas se mantuvieran guardadas en sus aposentos, acuden y afloran en momentos muy inapropiados. Al estar predicando un sermón, cantando una canción, o al ver un video de reflexión, a veces ha sido imposible contenerme.
El estigma social de que los hombres no lloran parece estarse perdiendo paulatinamente en estos últimos años, pero también es cierto que no ha existido desde siempre. De hecho, su origen es más bien cercano.
En el mundo occidental esta imposición ha existido desde que se iniciaron los movimientos sociales, políticos y filosóficos que darían origen a la revolución industrial, y aunque las consecuencias de estas tendencias permanecen hoy día, debemos recordar que el hombre no ha sido siempre hermético emocionalmente hablando.
¿Qué tan beneficioso es? Desde el punto de vista psicológico, haría falta un estudio especializado. Pero sospecho que, espiritualmente hablando, la «caja fuerte» de los sentimientos masculinos no contribuye a fortalecer una viva, eficaz y gozosa experiencia con Jesús.
Por ello una lectura del Salmo 6 podría ser un poco ruidosa para aquel que defiende que “los hombres no lloran”, pues, vaya que David no se vio limitado por ese estigma. Abrió su corazón a Dios de par en par, dándole a conocer todas y cada una de sus emociones, con toda la intensidad con la cual las vivía.
Creo que, incluso, sin ningún problema este capítulo podría ser el monólogo de una novela.
Salmo 6
Ya hemos dicho con ocasión del comentario a los salmos 3, 4 y 5, que una opinión de los estudiosos consiste en que éstos, junto a Salmos 6 y 7, estuvieron de alguna manera relacionados con el episodio de David y Absalón.
Puesto que esta sugerencia ha soportado la prueba en los casos anteriores, no parece descabellado sugerir que también pudiese aplicar en este caso.
El sobre escrito atribuye el salmo a David, lo que constituye un primer indicio sugerente. En segunda instancia, una evaluación lingüística hace evidente que el lenguaje y las expresiones coinciden con las de otros salmos davídicos.
En tercer lugar, de la mención de “hacedores de maldad” (v. 8) y “mis enemigos” (v. 10) se desprende una importante similitud con los 3 salmos anteriores. Y en última instancia, bíblicamente solo conocemos un momento de la vida de David donde su llanto haya sido tan sostenido e intenso: 2 Samuel 18:33-19:4.
Sin embargo, el posible trasfondo de enfermedad en los versos 1-5 (acerca del cual se pueden dar otras explicaciones), nos llevaría a cuestionar esta interpretación. Eso, junto al orden lógico de llorar – alusión a los enemigos, que a simple vista no es congruente con el episodio de la muerte de Absalón.
Así que nos encontramos con un dilema: sabemos quién es el autor del Salmo, pero no sabemos en qué momento de su vida y por qué lo escribió. Escoger cualquiera de ambas opciones es plausible.
Con motivo de este comentario preferimos prescindir de hacer coincidir el contenido del Salmo con algún contexto histórico específico, y en su lugar, simplemente estudiar las realidades descritas en el pasaje, que pueden, de manera general, coincidir con las necesidades de creyentes y lectores contemporáneos.
En cuanto al género literario, el Salmo ha sido bien identificado como una súplica. Tradicionalmente se considera como el primero de los salmos penitenciales que aparecen en la colección (Salmos 6, 32, 38, 51, 102, 130, 143).
Sin embargo, hay que destacar que el cuerpo del salmo no muestra demasiadas coincidencias con los salmos penitenciales. No se habla del pecado en absoluto, solo una implícita referencia contenida en los versos 1 al 3, en el marco de la relación que la mente hebrea concebía entre enfermedad, castigo y pecado.
Ciertamente la experiencia del salmista habla de una intención penitencial ‒la enfermedad, los huesos que se estremecen, el lloro profuso‒, pero una relectura detenida arroja cierta sombra sobre la posibilidad de que se trate de una oración confesional, o fruto de lo angustiante de su situación post-pena por el pecado.
Aunque no deja de ser llamativo que el verso 1 prácticamente replica la introducción del Salmo 38 (penitencial), aquí nos sentimos más inclinados a asociar el Salmo con una súplica de salvación dada por lo que aparenta ser un castigo divino que amenaza la vida del salmista. En medio de ese panorama, el aspecto penitencial aparece, pero en segundo plano.
En cuanto a la estructura, algunas Biblias de estudio organizan el material de manera que es evidente la forma del escrito. En este caso la distribución de capítulos y versículos de la Biblia nos ayuda a visualizar la simetría que existe en la proporción y disposición de las estrofas, formando un esquema 3-2-2-3.
Los primeros 3 versículos conforman una unidad, que es colocada en paralelo con la unidad de 3 versículos al final del escrito (vv. 8-10). Mientras tanto, entre ambas se hallan dos estrofas claramente diferenciadas de dos versículos cada una.
Lo cierto es que el Salmo es en gran manera intenso. No vemos a David cohibido en su apertura emocional hacia Dios. De hecho, no notamos en él un solo ápice de restricciones en cuanto a lo que, considera, es propio que como hombre exprese. Y mucho más allá, de lo que es “adecuado” expresar delante de Dios.
David se angustia, sufre, llora, se desespera, ¡y todo eso se lo dice a Dios! Por ello algunos de nuestros gustos refinados se ofenden con la lectura de los salmos, porque ellos desafían nuestros paradigmas de lo que es “correcto” o “incorrecto” decirle a Dios.
Pues no hay nada más cierto que los salmos no colocan una «careta» delante de la personalidad del orante, sus pensamientos e intenciones. El salmista se muestra a sí mismo con total apertura delante de Dios, sin tapujos.
La pregunta es, ¿estamos dispuestos a hacer lo mismo?
Además, el Salmo 6 es un salmo para el sufriente. Es un salmo de dolor y remordimiento que enferma y se intensifica con el apremio de aquellos que buscan nuestro mal. El clamor que lo domina es el pedido de piedad, misericordia.
Pero todo el panorama desolador se muda finalmente en un grito de victoria.
Explicación del salmo 6
Versos 1 al 3: una súplica de misericordia.
No sé si alguna vez has sentido que Dios te está castigando por algo que has hecho. Pero presumo que la sensación no debe ser nada agradable. El remordimiento y el reconcomio por los pecados cometidos son suficientes en sí mismos, ¡más aún cuando parece evidente que nuestros hechos han disgustado al Creador!
Las consecuencias de sus hechos se amontonan en pos del salmista y le inducen a suplicar misericordia a Jehová. Pero, a la verdad, solo puede pedirse misericordia cuando se comprende la gravedad del error.
Por eso el salmista admite el castigo divino. Lo acepta. Lo entiende. El verso 1 no es un pedido de liberación de las consecuencias de sus actos, sino más bien una súplica de amortiguamiento.
Entiende que está recibiendo el castigo por sus hechos, pero suplica al Señor que éste no le sea aplicado con enojo ni ira.
En su limitada concepción humana acerca de Dios, el salmista siente que Dios se está «pasando de la raya» en su juicio, porque entiende los actos y sentimientos divinos en términos humanos. Por ello teme que el Señor le esté castigando con furia o indignación.
Su súplica, sin embargo, no busca evadir la reprensión. Pero el peso de las consecuencias de sus actos reposa tan fuertemente sobre él, que teme la proximidad de la muerte.
La idea plasmada en este verso es muy semejante a la de Jeremías 10:24: “Yo sé que por eso me corriges, Señor, pero hazlo con suavidad, te lo ruego. No me corrijas con brusquedad, pues moriría” (NBD´2008). “Así que corrígeme, Señor, pero por favor, sé tierno; no me corrijas con enojo porque moriría” (NTV).
Gracias al Nuevo Testamento, comprendemos que Dios jamás hace lo que describe este texto. Es decir, Dios no se venga. Él no castiga con ira o arrebato, cuando él reprende o disciplina, lo hace por y con amor.
Buena parte de las cosas que antes (y aun en la actualidad) se interpretaban como “castigos divinos”, en realidad no eran más que las consecuencias que sobrevienen a la vida cuando se procede en contra de los principios del Cielo. Dios, como lo señala la escritura, no hace milagros para librarnos de las consecuencias de nuestros actos.
Y, aunque Dios reprende, ¡él no va por allí molesto castigando a todo el que se equivoca! Dios no se venga, ni se enoja desmedidamente. Todo impulso de su corazón es fruto de su amor, que es el único componente de su naturaleza.
Ahora bien, el salmista se siente abrumado por su sufrimiento y solo halla una explicación a todo lo que le acontece: Dios está airado con él.
En primera instancia dice estar enfermo, menciona que sus huesos se estremecen y su alma “está muy turbada”.
El tono de lamento, señalado por los frecuentes sonidos de la terminación del pronombre personal de primera persona en el hebreo, advierte el pedido de misericordia.
En un primer momento, su pedido de misericordia abarca la sanación. “Ten misericordia de mí, Jehová, porque estoy enfermo; sáname, Jehová, porque mis huesos se estremecen” (v. 2).
En ocasiones el pedido de sanación en la escritura tiene que ver mucho más que con la mera sanación física (ver Salmos 30:2, 41:4, 147:3, Jeremías 17:14), y el “alma turbada” (v. 3) contribuye a resaltar el carácter totalitario de la experiencia de sufrimiento del salmista.
Su pedido no es por sanación. Su sufrimiento físico es apenas una parte del problema. Su dolor comienza muy dentro del corazón, y retumba en todo su ser. La experiencia del pecado es la causa de todos los males que atormentaban al salmista.
Lo que implica que la sanación que suplicaba era la seguridad del perdón, la sanidad de la consciencia, y liberación de sus angustias.
Su pedido de misericordia llega al punto de apelar a la pregunta incisiva y desesperada que resuena a menudo, cargada de frustración, en los salmos: “¿Hasta cuándo?” (v. 3, ver tb. Salmos 13:1, 2; 35:17, 79:5, 90:13, 94:3).
El mayor enemigo del sufrimiento es la espera. Pero mientras que los cristianos hoy día aconsejarían “acepta la voluntad de Dios”, los salmistas y profetas clamaban “¿hasta cuándo clamaré a ti y no oirás?”.
A nuestros oídos un alegato como ese podría sonar bastante ruidoso, pero es más sorprendente aun notar que Dios respondía a estos clamores. ¿Es errada la libertad de expresión que manifestaban los salmistas con Dios en oración? No lo creo.
Versos 4 y 5: una razón para la misericordia.
La segunda estrofa del salmo no cambia el curso de la súplica, en su lugar, intensifica su petición: “Vuélvete, Jehová, libra mi alma. ¡Sálvame, por tu misericordia!”. Y a la fuerza de los imperativos añade la urgencia de la salvación de Dios, pues, de continuar el castigo, siente que su vida correría peligro.
Huele muy de cerca el peligro de muerte y dice a Dios: «¿En verdad te sirve de algo que yo fallezca? En el seol a donde voy, no hay memoria de ti, ni mucho menos podré alabarte».
Por un lado, este verso se apoya sobre la noción veterotestamentaria acerca del estado post-mórtem del ser humano: no hay nada más que descanso e inconsciencia. No existe un estado intermedio, ni mucho menos hay eternidad o perdición. La muerte es comparada con el sueño porque en ella hay reposo, hasta la aparición de Jesucristo.
Pero el propósito de David al decir esto no es dar un cátedra referente al estado de los muertos. Sencillamente, apela a sus creencias para suplicar a Dios por su salvación. Que no permita que su enfermedad y su angustia le lleven a la muerte, ya que allí no podrá servirle para nada.
En un lenguaje más coloquial, David le da una razón a Dios para alcanzarle con su misericordia: ¿Qué ganas con permitir que yo muera? Jesús mismo dijo que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y si David era un amigo de Dios, seguramente no será su intención que su relación se rompa.
Un atrevimiento tal en oración difícilmente sea emulado en nuestros días. Pero el salmista no se conforma únicamente con pedir clemencia; presenta razones convincentes. En este caso, que su muerte a Dios le es inútil.
No sabemos qué tan decisivo sea ese argumento para el Señor, pero, ¿qué más podría el salmista decirle? No deja de ser tremendamente llamativa la confianza con la cual se aproxima a Dios.
Versos 6 y 7: en espera de la misericordia.
En tanto que David no ha recibido la salvación de Dios, en tanto que todavía aguarda por una respuesta para su inquisidora “¿hasta cuándo?”, no se cohíbe en describir a Dios lo desesperado de su situación.
Muy difícilmente yo podría explicar mejor lo que él ya ha dicho en lenguaje hiperbólico. Se ha consumido a fuerza de gemir, llora todas las noches, con sus lágrimas riega y hasta inunda su cama, sus ojos se han envejecido por causa de sus angustias.
Mas aparece en escena un nuevo personaje: “mis angustiadores”. Es decir que, la tribulación de David no es únicamente interna y personal. De alguna manera es causada, o incrementada, por la presencia de algunas personas que desean el mal del salmista.
Como ya comentamos en un inicio, la mención de estos personajes podría encuadrar con el contexto histórico de la rebelión de Absalón: David está viviendo una fuerte crisis interior, siente que podría ser un castigo divino por sus pecados, se percibe en peligro de muerte, sufre y llora sobremanera debido a su hijo.
Sin embargo, algunas otras explicaciones también podrían encajar en el contexto del salmo.
Lo cierto es que el problema del salmista no acaba en su crisis interior, y de alguna manera estos “angustiadores” hacen su experiencia todavía más dolorosa. O, quizás, ellos son los causantes de la misma.
Versos 8 al 10: cuando llega la misericordia.
Aunque al salmista le ha tocado estar turbado, sufrir, llorar, temer a la muerte y angustiarse, aunque le ha tocado esperar impacientemente que Dios conteste a sus pedidos de misericordia, el Salmo acaba con una nota muy distinta a la que se escucha en los versos 1 al 7.
En un momento percibimos un clamor desesperado y muy atribulado, pero inmediatamente después prorrumpe en el aire, cortando todo sonido de lamento, un franco grito de victoria.
“¡Apartaos de mí, todos los hacedores de maldad, porque Jehová ha oído la voz de mi lloro!” (v. 8). Aunque no tengamos idea de cómo se hizo David de este conocimiento, es evidente que Dios finalmente le hizo saber que su plegaria había sido escuchada.
Ya no más sufrir ni padecer, ya no más lágrimas por las noches, ahora el salmista podía levantarse y con completa serenidad ¡ordenar a los hacedores de maldad, a sus angustiadores y enemigos sencillamente apartarse! Porque “Jehová a oído mi ruego; ha recibido Jehová mi oración” (v. 9).
Qué poderosa es la seguridad del beneplácito divino. Lo cambia todo. Una noche oscura cambia en un luminoso amanecer, con la sola intervención de su promesa.
El salmista ha sido escuchado por Dios, y el resultado será la frustración de los propósitos de sus enemigos. Ellos serán avergonzados y turbados, arruinados por completo.
Por el contrario, el creyente que se mantuvo fiel pese a la fuerza de la prueba ahora puede secar sus lágrimas y dormir tranquilo. Recuerda: las novelas de la vida siempre tendrán un final feliz junto a Jesús.
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